19 de julio de 2010

Cuenta propia

Hay escritores que son síntoma de su tiempo y otros que son testigos. La clasificación es de Chirbes, don Rafael, que prefiere ser de los testigos. Para él un escritor tiene que ser una especie de alarma que alerte a la sociedad de los males de su época, esos males que el poder trata de ocultar (lo consigue). Todo poder es malo, dice, hay que escapar de sus garras, aunque no sea fácil. Pero un escritor no es un político, no tiene que prometer el paraíso en la tierra. Un escritor no es un cura, no tiene que prometer la vida eterna. Un escritor no es un psiquiatra, no tiene que ayudar a la gente a resolver sus problemas mentales con consejos mejor o peor escritos. Qué es entonces un escritor, podemos preguntarnos, cuál es su función social. Chirbes opina que en la actualidad, ninguna, o no la que debería. Me remito a Max Aub, citado y admirado por Chirbes (también valenciano), para tratar de encontrar una respuesta. Dice Aub en El laberinto mágico: Hoy se ha olvidado mucho, dentro de poco se habrá olvidado todo. Claro está que, a pesar de todo, siempre queda algo en el aire. Ese algo es lo que persigue el escritor. La literatura es una especie de memoria del olvido, de todo eso, como dice Vila-Matas en su Bartleby y compañía, sobre lo que la mirada contemporánea, cada día más inmoral, pretende deslizarse con la más absoluta indiferencia. Escribimos para un improbable futuro desde un presente que se agarra al pasado más o menos inventado. Vivimos en el aire. Y este aire es más respirable cuando se leen libros como el de Chirbes (Anagrama, 2010).
Da gusto encontrarse con un punto de vista tan refrescante. Y la frescura no viene de la mano de la juventud ni va vestida de atractivos colores (Chirbes tiene 61 años y parece sacado de la puerta de una casa de pueblo), lo que podría indicarnos lo relativa que es la edad, y más si hablamos de la edad literaria.



En uno de los textos, el autor hace referencia a una frase de Víctor Hugo: La revolución es pasar de la retórica a la realidad. Es decir, añade Chirbes, hay que contar lo que hay, mal que les pese a los políticos, reyes, primeros ministros, escritores, clérigos y papas, mal que les pese a quienes se sienten hijos privilegiados de una gran patria o de patrias chiquitas. Este es el espíritu del libro y el espíritu de este testigo de su tiempo. Uno de los motores de su escritura, me atrevo a conjeturar: contar lo que hay, lo que hubo, para entre otras cosas, saber lo que seguramente habrá. Y saberlo por cuenta propia.
El libro nos pasea por un amplio recorrido de lugares que va desde alguno de los maestros del autor, Fernando de Rojas (brillante el ensayo sobre el lenguaje del autor de La Celestina), Cervantes, Galdós (a quien reivindica con fervor argumentado), hasta escritores que fueron sus contemporáneos, como Martín Gaite (su locutora) o Vázquez Montalbán, sin olvidar todo tipo de consideraciones literarias (y sobre la escritura) del pelaje más variado. Pero los textos que, en mi opinión, tienen más fuerza del libro son los titulados De qué memoria hablamos y Una nueva legitimidad. Son un claro ejemplo de eso que llamamos pensamiento crítico. Suponen una perspectiva a la que no solemos asomarnos. Son dos textos que debería leer todo el mundo, en especial algunos (no daré nombres), por aquello que decíamos de la cuenta propia con la que deberíamos pensar. Pero sobre todo, y parafraseando al otro gran Iniesta (Robe), hay que leerlos porque abren las mentes socialadormecidas y ensanchan el alma, sin necesidad de que tiemblen las montañas. Y dejan claro que Chirbes prefiere ser un indio antes que un importante abogado. Testigo antes que síntoma. Escritor antes que esclavo.



Algunas frases del libro:

Una ficción lograda encarna la subjetividad de una época.

...la convicción de que sólo la fuerza de una idea puede ayudarnos a seguir adelante en un mundo en el que todo es inseguro y hostil; cuyo sentido no se encuentra, sino que se construye (sobre la herencia de El Quijote)

Habría que cumplir con la obligación de contar nuestro tiempo, meter el bisturí en lo que este tiempo aún no ha resuelto -o ha traicionado- de aquel, y en lo que tiene de específico.