9 de agosto de 2009

Charles Spencer Chaplin


Dice Rohmer: Si bien Charlot –o Chaplin- no es todo el cine […] todo el cine, para quien sepa buscarlo, está en Charlot.
De un libro sobre Chaplin escrito por André Bazin, con prólogo de Truffaut y epílogo de Rohmer, que incluye un capítulo escrito por Renoir y parte del discurso final de El gran dictador –escrito por el propio Chaplin-, poco más tengo yo que decir. Por tanto, me limitaré a trasladar y resumir.
Chaplin pasó a ser el más pobre de los vagabundos que sobrevivían por Kensington Road a finales del siglo XIX a ser, tras la primera guerra mundial y en palabras de Truffaut, el hombre más popular del mundo. No hay nadie que no lo conozca –a él o a Charlot-, sobre todo por el pequeño bigote trapezoidal y por sus andares de pato, más que por el hábito, que tampoco en esta ocasión hace al monje, dice Bazin.
Si hay algo, más allá de ese bigote, el bombín, el bastón y los zapatones, que caracterice las películas de Charlot es su relación con los objetos, de la que habla Bazin: Es como si los objetos aceptaran ayudar a Charlot al margen del sentido que la sociedad les ha asignado. El más bello ejemplo de estos desfases es la famosa danza de los panecillos, donde la complicidad del objeto estalla en una coreografía gratuita.




Hay en Charlot una tendencia a romper la rutina y toda mecanización derivada de ella, aunque le beneficie en un momento concreto. En Charlot en la calle de la Paz pone la cama entre él y el villano que lo persigue. Los dos comienzan a dar vueltas alrededor de la cama o a moverse lateralmente, de manera que el héroe consigue salvarse momentáneamente de su adversario. Pero es entonces cuando entra en escena la rutina de una persecución que no tendría fin, y Charlot reacciona de la única manera en que podría hacerlo: empieza a jugar. Esto –que Bazin presenta como el pecado capital de Charlot- a mí me parece que es una manera brillante de mostrarnos que: a) hasta la rutina puede llegar a ser positiva y necesaria en un momento dado; b) es básico saber reírse de uno mismo (en los gags en los que la mecanización derivada de la rutina se vuelve contra él porque se ve obligado a romperla, Charlot siempre hace que nos riamos de él, no de los demás, como en otras escenas).
Para la historia maniquea queda el debate entre Charles Chaplin y ese otro gran clown cinematográfico que es Buster Keaton (debate guionizado por Bertolucci en la película Soñadores). Yo creo que no hay por qué priorizar a uno sobre otro. Pero como, entre otras cosas, escribir es contradecirse, procedo a priorizar: me quedo con Chaplin.