12 de diciembre de 2008

Sobre los sentidos

Dice Diane Ackerman en Una historia natural de los sentidos que una de las pruebas de maestría para un escritor es la capacidad para describir olores. El olfato, desde luego, influye en las personas mucho más de lo que podríamos pensar a simple vista (bueno, a simple olfato). En su libro, publicado en 1990, Ackerman ofrece un completo repaso al mundo de los sentidos, dedicando una parte a cada uno de ellos (añade una sexta parte que habla de la sinestesia).
Se trata de un libro muy interesante y atractivo, repleto de historias, curiosidades y reflexiones sobre lo que olemos, lo que vemos, lo que tocamos. Es decir, que habla de aquello que nos hace comunicarnos con el exterior, no hay modo de comprender el mundo sin detectarlo antes con el radar de los sentidos. Somos capaces de aumentar sus capacidades, mediante un microscopio, un audífono, una lupa, pero lo que esté fuera del alcance de nuestros sentidos quedará relegado necesariamente a la ignorancia. Y esto es algo de lo que un escritor tiene que tomar muy buena nota.
Una de las historias que se nombran en el libro es la de la conocida Helen Keller, citada por la autora al comienzo del primer capítulo:

El olfato es un hechicero poderoso que nos transporta miles de kilómetros y hacia todos los años que hayamos vivido. Los olores de las frutas me llevan de golpe a mi casa en el sur, a mis juegos infantiles en el huerto de melocotoneros. Otros olores, instantáneos y fugaces, hacen que mi corazón se dilate de alegría o se contraiga con el recuerdo de un dolor. Con sólo pensar en olores, mi nariz se llena de aromas que despiertan dulces recuerdos de veranos antiguos y campos maduros a lo lejos.



Helen Keller fue una niña –nacida en 1880- que debido a unas fiebres que tuvo con diecinueve meses se quedo ciega, sorda y muda, con lo que su capacidad de comunicarse con el mundo se redujo angustiosamente. Años después escribiría en su autobiografía, titulada The store of mi life lo siguiente: El día más importante de mi vida fue aquel en que mi maestra me conoció. Se refiere a Ann Sullivan, una institutriz que fue clave en su desarrollo y que interpretó con acierto Anne Bancroft (se llevó el Óscar) en El milagro de Ana Sullivan (The miracle worker), la película que Arthur Penn rodó en 1962 basándose en la versión teatral que él mismo había dirigido antes (tanto la obra como la película fueron escritas por William Gibson), y que a su vez estaba inspirada en la autobiografía de Keller. De la vida se pasó a la literatura, de literatura al teatro y del teatro al cine (¿para cuándo el videojuego?). Perdón.




El libro de Ackerman incluye muchas referencias a escritores, en lo que respecta a su especial relación con los sentidos o la inspiración. Schiller, por ejemplo, guardaba manzanas podridas bajo la tapa de su escritorio e inhalaba su olor ácido cuando necesitaba encontrar la palabra justa (muchos años después, en la Universidad de Yale, descubrieron que el olor de las manzanas pasadas tiene un poderoso efecto positivo sobre las personas, y puede evitar ataques de pánico). Sobre el tema de la concentración y las manías de los escritores, dice Stephen Spender en La confección de un poema:

Siempre hay una ligera tendencia del cuerpo a sabotear la atención de la mente proporcionando alguna distracción. Si esta necesidad puede ser digerida en una dirección (como el olor de las manzanas podridas o el sabor del tabaco o el té), entonces las otras distracciones son eliminadas. Otra posible explicación es que el esfuerzo concentrado que supone escribir es una actividad espiritual que hace que se olvide completamente, por el momento, que se tiene un cuerpo. Es una perturbación del equilibrio del cuerpo y la mente, y por ese motivo se necesita una suerte de ancla de sensación en el mundo físico.

Una curiosidad para terminar. Cuando yo lo leí, hace años, sentí una especie de sorpresa inquietante: apenas un 20% de los ingresos de la industria de la perfumería proviene de perfumes para personas; el otro 80% procede de los perfumes destinados a los objetos entre los que vivimos. En la calle 57 con la décima avenida (quizás hayan cambiado de dirección), en Nueva Cork, hay una empresa que alberga a las mejores narices del mundo (el edificio es conocido dentro del mundillo como el IFF –International Flavors and Fragances). Su misión: crear los aromas que nos influyen y persuaden a diario sin que nos demos cuenta. La mayoría de las colonias que usamos, tanto las masculinas como las femeninas, salen de allí. Pero también ese tufo a “McDonalds” que nos invade al caminar por una gran avenida, el olor “a pastel recién hecho” en la cocina de una casa que tratan de vendernos, el olor a coche nuevo en uno que es de segunda mano o ese agradable olor a comida que se expande por unos grandes almacenes gracias al aire acondicionado cuando es la hora de comer y que nos induce a tomarnos algo en el restaurante. ¿Por el aire acondicionado? Inquietante… ¿Estamos seguros de que las cosas que nos apetecen realmente nos apetecen por que queremos nosotros? ¿Somos conscientes de que hay muchas personas que se ganan la vida influyendo en nosotros sin que reparemos en ello? De todo esto habla también en cierta manera –y perdón por citarme- la entrada Los placeres del espíritu…consumista.
Una historia natural de los sentidos supone una deliciosa panoplia de historias muy curiosas e interesantes que hacen su lectura amena y muy recomendable porque abre los sentidos, que son los encargados de recopilar la información que llega a nuestra mente. Y como escribió Wendell Holmes, una mente que se expande hacia una idea nueva nunca vuelve a su dimensión original. Luego expandamos.